En el Catatumbo y el resto de Norte de Santander, ser joven es un riesgo. Crecer en estos territorios, donde la presencia del Estado es débil o simplemente inexistente, significa estar expuesto a dinámicas de guerra que, pese al paso de los años y los cambios en el panorama político nacional, siguen reproduciéndose con nuevas formas, nuevos actores y una crueldad que no cesa.
Una de las expresiones más dramáticas de este conflicto prolongado es el reclutamiento forzado de niños, niñas, adolescentes y jóvenes, una práctica sistemática utilizada por los grupos armados ilegales para imponer su dominio, garantizar su sostenibilidad bélica y quebrar el alma de las comunidades.
El reclutamiento forzado no es un fenómeno nuevo. Sin embargo, en los últimos años ha tomado nuevas dimensiones en esta zona fronteriza donde confluyen intereses criminales de alcance internacional. El Frente 33 de las disidencias de las FARC, el ELN, remanentes del EPL y grupos armados posdesmovilización han entrado en una disputa por el control del Catatumbo, no solo por sus cultivos de coca o sus rutas hacia Venezuela, sino por el control de las personas. Reclutar menores de edad no solo es un crimen de guerra: es una herramienta deliberada para someter, disciplinar y utilizar a la población como pieza funcional del engranaje armado.
Los niños y niñas reclutados en estas zonas rurales no ingresan voluntariamente. La narrativa del “ingreso por voluntad propia” es una mentira conveniente para los victimarios y, muchas veces, aceptada por el Estado para justificar su inacción. La realidad es otra: las amenazas, la presión social, la pobreza extrema, la falta de alternativas educativas y laborales, y el control social ejercido por los grupos armados, convierten a la infancia en carne de cañón. No se trata solo de un “efecto colateral”, sino de una política de guerra destinada a apropiarse del presente y del futuro de las comunidades.
Este reclutamiento no se limita a portar un fusil. Muchas veces implica tareas de vigilancia, transporte, inteligencia, adoctrinamiento o incluso trabajos domésticos forzados. Las niñas, además, enfrentan un doble riesgo: el del reclutamiento y el de la violencia sexual. De esta forma, los cuerpos jóvenes se transforman en territorios de ocupación, en instrumentos de control, en trofeos de guerra.
Mientras tanto, el Estado colombiano sigue ausente. Las políticas de prevención no logran superar el nivel declarativo. Las instituciones encargadas de proteger a la niñez, como el ICBF o las defensorías locales, operan con recursos escasos, sin presencia real en las zonas más afectadas y, en ocasiones, bajo la intimidación de los mismos grupos armados. Los programas de educación, salud y participación juvenil son insuficientes, desarticulados o simplemente inexistentes. ¿Cómo hablar de prevención cuando no hay escuelas abiertas, cuando los profesores son desplazados, cuando el transporte escolar no llega y cuando lo único que llega con regularidad son las amenazas?
El Catatumbo, como muchas otras regiones históricamente golpeadas por la violencia, ha sido víctima del olvido institucional. Pero más allá del olvido, ha sido víctima de una lógica de control estatal que ha preferido delegar la seguridad a actores armados, legales e ilegales, que responden a intereses ajenos a los de la población. Esta connivencia, muchas veces disfrazada de neutralidad o de “errores operacionales”, ha permitido que el reclutamiento persista a pesar de las alertas tempranas, las denuncias reiteradas y los clamores desesperados de las familias afectadas.
Es importante entender que el reclutamiento forzado también cumple una función simbólica: envía un mensaje claro a las comunidades. “Nosotros mandamos aquí”. Tomar a los hijos de una familia campesina, de un pueblo indígena, de un barrio periférico, es una forma de apropiarse de su futuro. Es arrancar de raíz los proyectos comunitarios, sembrar el miedo y debilitar cualquier intento de resistencia. Es colonizar las conciencias desde la infancia.
Desde las organizaciones sociales, los defensores de derechos humanos y las comunidades resilientes, seguimos alzando la voz. Sabemos que no basta con denunciar. Necesitamos que la comunidad internacional comprenda que lo que ocurre en el Catatumbo no es un problema aislado, ni una disputa entre bandos armados. Es una crisis humanitaria profunda, en la que el reclutamiento forzado es una forma más de genocidio silencioso. Porque cuando se mata el espíritu de una generación entera, cuando se les niega el derecho a jugar, estudiar y soñar, se está asesinando un pueblo desde sus raíces.
Hoy más que nunca es urgente una respuesta integral: no solo operativos militares, sino estrategias reales de protección, oportunidades dignas para la juventud, justicia restaurativa y presencia permanente del Estado con enfoque territorial. No queremos más niños reclutados, no queremos más familias destrozadas por el dolor, no queremos más silencio.
En nombre de los cientos de niños y niñas que han sido arrebatados por la guerra, y de aquellos que aún pueden ser salvados, exigimos al Estado colombiano que cumpla su deber. Y exigimos a la sociedad civil que no mire hacia otro lado. El reclutamiento forzado en el Catatumbo y en Norte de Santander es una herida abierta, pero también una llamada a actuar. Porque defender la vida, la dignidad y el futuro de nuestros niños no puede seguir siendo una opción: Debe ser un compromiso inquebrantable.
Autor:
Director Grupo Técnico Departamento Norte de Santander y Miembro de la Junta Administrativa - CORPOVIMADH
Fecha de Publicación: 20 de Abril de 2025
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