La sangre de Gumer Vargas, líder social asesinado en Tibú, aún está fresca en la tierra del Catatumbo. Su muerte no es un hecho aislado, es parte de una tragedia que lleva años desarrollándose ante los ojos indiferentes del Estado colombiano y de una sociedad que, muchas veces, solo reacciona cuando el horror es demasiado grande para ignorarlo.
El asesinato de líderes sociales en Colombia ha dejado de ser una noticia aislada para convertirse en una alarma constante. La reciente muerte de Hemerson Reinel Pérez, exconcejal y líder comunitario en Puerto Wilches, es una nueva evidencia del exterminio sistemático que enfrentamos a quienes defendemos los derechos humanos. Su caso no es un hecho aislado, sino parte de una estrategia de terror implementada por actores armados ilegales que buscan el control territorial mediante el miedo y la muerte.
En el Magdalena Medio, Santander y Norte de Santander, la situación es crítica. Las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y los grupos post-FARC se han convertido a la región en un campo de batalla donde la población civil es la principal víctima. Desde inicios de este año, los enfrentamientos entre estas estructuras criminales han generado desplazamientos, confinamientos y asesinatos, dejando en evidencia el colapso de la institucionalidad y la falta de una respuesta efectiva del Estado.
En estos territorios, la violencia no ha cesado. Ha mutado. Hoy, las disidencias de las FARC, el ELN y bandas criminales ejercen control sobre la población, mientras el Estado apenas logra hacer presencia formal. La vida de un líder social vale menos que una hectárea sembrada de coca, y las denuncias que elevamos no trascienden los escritorios fríos de oficinas burocráticas.
La vereda La Poza, en Cantagallo, ha sido el escenario de violentos enfrentamientos desde el 31 de marzo, obligando a sus habitantes a refugiarse del fuego cruzado. Esta es solo una muestra del recrudecimiento de la guerra en la región, donde la disputa por el control de los territorios ricos en recursos naturales se impone sobre el derecho a la vida y la tranquilidad de las comunidades.
En estos territorios, la violencia no ha cesado. Ha mutado. Hoy, las disidencias de las FARC, el ELN y bandas criminales ejercen control sobre la población, mientras el Estado apenas logra hacer presencia formal. La vida de un líder social vale menos que una hectárea sembrada de coca, y las denuncias que elevamos no trascienden los escritorios fríos de oficinas burocráticas.
La Unidad Nacional de Protección, que debería ser el escudo institucional frente a estas amenazas, responde con evaluaciones lentas, esquemas ineficaces y decisiones desconectadas de la realidad territorial. Las alertas emitidas por la Fiscalía o la Defensoría del Pueblo se archivan sin consecuencias, mientras los homicidios continúan impunes.
Hacemos un llamado urgente al Gobierno Nacional para que implemente estrategias reales y efectivas de protección, que no se limiten a simples comunicados de rechazo ante cada nuevo asesinato. Se requiere una presencia integral del Estado, con concretas que detengan el avance de los grupos armados y garanticen la seguridad de las comunidades.
No podemos seguir normalizando la violencia. No podemos permitir que el miedo nos silencie. La vida de los líderes sociales no puede seguir siendo una estadística más en los informes de derechos humanos. El Estado tiene el deber de garantizar la vida y la seguridad de quienes luchamos por un país más justo. Hoy más que nunca, exigimos que se cumpla esa responsabilidad.
Autor:
Representante Legal Suplente, Subdirector General y Miembro de la Junta Directiva - CORPOVIMADH.
Fecha de Publicación: 04 de Abril de 2025
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